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Me despierto con el sol colándose por la ventana, puntual como siempre. Es 13 de marzo de 2081, y el calendario climático de hoy anuncia: “Día soleado, 20 ºC, brisa ligera del suroeste”. Lo vi anoche en la proyección holográfica del gobierno, como cada día. No hay sorpresas. Las cosechas de trigo en las llanuras alcanzan su esplendor óptimo, las playas del sur despliegan olas perfectas para el surf y,
en las montañas del norte, la nieve permanece impecable para los esquiadores de Pascua. Todo está planificado. Todo es perfecto.

Mi abuelo, el doctor Martín Haro, fue quien comenzó esto. Hace sesenta años, él y su equipo iniciaron las investigaciones sobre los satélites de manipulación atmosférica. Soñaban con salvar al mundo de inundaciones, incendios y hambrunas. “Un clima a nuestra medida”, decía él, con los ojos encendidos por
un brillo visionario.

Cuando era niña, mi abuela Amy me hablaba de los días “impredecibles”. Lluvias que arruinaban picnics, veranos abrasadores que secaban los campos, inviernos que se presentaban sin aviso. “Era un caos”, solía decir, “pero había algo vivo e ello”. Mi abuelo, en cambio, lo veía como un rompecabezas por descifrar. Y lo descifró. Lograron optimizar las cosechas al máximo y relegaron los desastres naturales a los libros de historia. Pero no se detuvieron ahí. “Si podemos evitar lo malo, ¿por qué no perfeccionar lo bueno?”, argumentaron. Así, cada día pasó a seguir un guion preciso. Ahora trabajo en el Ministerio del Clima, en la Oficina de Cumplimiento Estacional. Mi labor consiste en supervisar que los patrones climáticos se
ejecuten sin fisuras. Los errores son raros, pero cuando ocurren, se desata el pánico. Hace un par de años, un sensor falló y llovió durante cinco minutos no programados en Barcelona. Las redes estallaron en quejas: “¿Quién compensará mi ropa mojada?”, “¡Esto es intolerable!”.

Como cada jueves, tras el trabajo, visito a mi abuelo. Vive en una casa al borde de la ciudad, con un jardín donde las flores brotan según el cronograma. Tiene noventa y dos años, pero sus ojos conservan ese destello curioso, propio de los científicos incansables. Me recibe con una taza de té y contempla el cielo
impecable. Le pregunto si está satisfecho con lo que logró. Guarda silencio, tamborilea los dedos sobre la mesa y murmura: “No lo sé, Alicia. Quería seguridad, no… esto”. Señala el sol, exacto como un reloj suizo. “A veces extraño la lluvia que no pedí… como aquella en Chicago”.

Sé bien a qué se refiere. En 2019, una tormenta feroz paralizó el aeropuerto de Chicago, cancelando trescientos vuelos. Mi abuelo, que regresaba de un viaje, tuvo que dormir en una sala de espera y el azar quiso que esa noche conociera a mi abuela, atrapada también por el temporal. Así nació su historia de amor, un milagro que jamás habría florecido en este mundo milimétricamente calculado.

Al llegar a casa, enciendo el proyector: “Día nublado mañana, 19 ºC, lluvia suave de 14:00 a 15:30”. Ideal para las rosas del distrito este. Suspiro. Antes, mi trabajo como ingeniera atmosférica me llenaba de orgullo. Ahora siento que solo pulimo un engranaje que no admite mejoras.

A la mañana siguiente, mi asistente robótico me informa de que tengo un mensaje de mi abuelo. Aún medio adormecida, le pido que lo reproduzca. “Quise dominar el cielo para salvarnos, Alicia. Pero ahora me pregunto si nos arrebaté algo mayor”, dice, con la voz quebrada. “Tal vez la incertidumbre era lo que nos hacía humanos”. Miro atónita su holograma, sin entender por qué me envía esto ahora. “Dejé escondido un archivo en el servidor central, búscalo: Protocolo AMY – Modo Aleatorio”. Fin del mensaje.

Sin dudarlo, corro al Ministerio. Consigo desencriptar el archivo, no sin esfuerzo, y lo que descubro me deja boquiabierta. Era un vestigio de los albores del contro climático, una función diseñada para simular patrones impredecibles, pero manteniendo la seguridad de la población. Llevaba décadas sin usarse y había quedado en el olvido. Mis manos tiemblan sobre el teclado. “¿Y si…?”, pienso.

Miro por la ventana, vacilante. El sol traza su ruta, implacable. Lloverá de 14:00 a 15:30, ni un segundo más. Mi abuelo soñó este mundo y lo hizo realidad. Pero yo me pregunto: ¿era este el mundo que realmente queríamos? ¿Podríamos volver a vivir sin temor a lo impredecible, abrazando la libertad de
sorprendernos?

Solo hay una manera de responder. “Ordenador: desactivar alertas. Ejecutar AMY. Número de autorización 4116022”.