AUTORA: LARA MAGDALENO HUERTAS
El neurólogo que trataba a mi abuelo confirmó y puso nombre a lo que todos sabíamos: deterioro cognitivo progresivo e irreversible. ¿Cómo consecuencia de qué? Había múltiples posibilidades, pero la más probable era la depresión en la que se había sumido tras la muerte de la abuela. Más allá de lo académico, urgía tomar una decisión respecto a cómo afrontar aquella situación, que si bien llevábamos padeciendo un año, ahora era evidente que se prolongaría con un deterioro gradual.
Ajeno a toda aquella conversación observé a mi abuelo dormitando delante del gran ventanal del salón. En otro tiempo allí se sentaba a escribir. Prefería aquella sala a su despacho y de allí habían salido las novelas que construían la extensa bibliografía de mi abuelo escritor.
Todo eso había quedado atrás. Apenas hablaba, y si escribía, eran trazos al aire que me recordaban al actor Russell Crowe en la película “Una mente maravillosa”. ¿Cómo podía apagarse un intelecto así? ¿Qué quedaba de su talento entre toda aquella red de conexiones neuronales que se volvía incoherente e inútil? ¿Sobrevivía la creatividad, ajena a la apoptosis física?
El afecto especial que sentía por mi abuelo y el hecho de que estuviera en la fase final de mi proyecto de fin de master, me hizo instalar mi sala de estudios en los antiguos dominios del escritor. Desde ahí podía disfrutar de las vistas y al mismo tiempo acompañar su presencia silenciosa, de modo que esparcí las carpetas que contenían las imágenes impresas sobre las que yo investigaba: la geometría cautivadora de los copos de nieve.
Un día la rutina se alteró de un modo curioso: mi abuelo se acercó a la mesa y cogió una fotografía de uno de aquellos hexágonos congelados, tomada con microscopio electrónico. Y en ese momento la expresión de su cara, literalmente, se descongeló, mostrando sorpresa por primera vez en mucho tiempo. «Hexágonos», dijo. E inmediatamente alzó su mano y comenzó a escribir en el aire mientras pronunciaba palabras sueltas: nieve, frío, invierno, tristeza, sendero, montaña… Yo ignoraba qué se había activado en su mente criogenizada por la vejez, pero me entusiasmó escucharle hilar palabras.
Al día siguiente, recuperada su actitud hermética y su ubicación frente al gran ventanal, le tendí una nueva imagen y el milagro volvió a suceder: la expresividad inundó sus ojos y su boca entonó un nuevo conjunto de palabras: granizo, temporal, glaciar, ventisca, cumbre…
Durante un mes observamos que cada día pronunciaba más palabras, y su humor cambiaba. Estaba más elocuente, más receptivo a que le habláramos, y aunque seguía escribiendo en el aire, era evidente el impacto de las imágenes en su estado vital. De un modo increíble, aquellas estructuras cristalinas derivadas de la organización de las moléculas de agua en un paso de líquido a sólido, eran capaces de producir dos cambios fundamentales: la creación de un cristal único, tan bello como efímero, y despertar las conexiones neuronales de un cerebro secuestrado por el deterioro. Y así, dependiendo de si las condiciones de congelación eran extremas y producían prismas hexagonales más largos que anchos, o por el contrario, las temperaturas se moderaban y los cristales eran más chatos, variaban las palabras que componían el universo onírico en el que mi abuelo navegaba como un copo de nieve en la ventisca.
Un día, sin embargo, el abuelo sufrió un retroceso. Le había entregado una nueva fotografía pero su reacción fue antagónica a las de los días previos.
—¡Ya existe! ¡Ya existe! —bramó desesperado y se refugió en su sillón.
Me percaté de que esa imagen ya la había visto con anterioridad y suspiré aliviada. ¡Sería por cristales! Cada copo tenía un diseño único y la microscopía nos regalaba una colección inmensa de hexágonos de agua congelada. Teníamos la fuente de su actividad cerebral asegurada.
A los pocos días concluí mi proyecto y se lo enseñé a mi abuelo, aun sabiendo que no lograría retener más allá de las imágenes de los copos.
—Mira, abuelo, te he dedicado este proyecto, porque me has acompañado en su escritura. Y también se lo he dedicado a la ciencia, por proporcionarnos el conocimiento y la belleza. ¿Crees que debería incluir a alguien más en los agradecimientos?
Reconozco que era una pregunta retórica, por eso casi me caí de la silla cuando le escuché pronunciar con toda claridad:
—Shakespeare.
La evidencia del dato me abrumó. ¿Y mi abuelo tenía deterioro cognitivo?
A Shakespeare, por crear “el material del que están hechos los sueños”.
Premio del público: ‘Hexágonos oníricos’
AUTORA: LARA MAGDALENO HUERTAS El neurólogo que trataba a mi abuelo confirmó y puso nombre a lo que todos sabíamos: deterioro cognitivo progresivo e irreversible. ¿Cómo consecuencia de qué? Había múltiples posibilidades, pero la más probable era la depresión en la que se había sumido tras la muerte de la abuela. Más allá de lo académico, urgía tomar una decisión respecto a cómo afrontar aquella situación, que si bien llevábamos padeciendo un año, ahora era evidente que se prolongaría con un
Premio categoría infantil: ‘Había una vez una niña llamada Sofía’
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#Relato 2: Hexágonos oníricos
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