#Relato1: La máquina de los engaños
—Os lo digo, Sancho, este artilugio es obra de encantadores.
Sancho Panza, que venÃa a lomos de su fiel rucio, resopló con resignación.
—Señor, lo que tenéis enfrente no es más que una máquina de vapor. Las malas lenguas dicen que puede arar la tierra sin bestias ni hombres.
Don Quijote entornó los ojos y estudió la estructura metálica que se alzaba en medio del campo. Era una máquina de aspecto monstruoso, con brazos mecánicos que se movÃan como tentáculos y ruedas que rechinaban con cada giro. En su centro, una chimenea exhalaba humo negro, como si en su interior ardieran brasas del mismo infierno.
—No os dejéis engañar, Sancho. Eso no es un simple artilugio, sino un gigante de hierro que ha usurpado el trabajo de labriegos y campesinos. ¡No puedo permitir semejante afrenta!
Sancho suspiró.
—Señor, bien sabéis que el mundo cambia, y que ahora los hombres buscan inventos que les ahorren las fatigas.
Don Quijote, indignado, se irguió sobre su caballo.
—¡Llamadlo progreso si queréis, pero yo lo llamo hechicerÃa! ¿Qué será lo próximo? ¿Que los libros se lean solos? ¿Que los médicos curen sin tocar a los enfermos? ¡Que los caballos se muevan sin herraduras ni bridas!
—Todo eso ya lo están inventando, mi señor.
El hidalgo se quedó en silencio por un momento, desconcertado. Luego sacudió la cabeza, como quien espanta un mal pensamiento.
—¡No importa! El honor de los campesinos debe ser restaurado. ¡Voy a desafiar a este engendro del demonio!
Sancho intentó detenerlo, pero Don Quijote ya habÃa espoleado a Rocinante y se lanzaba a la carga con la lanza en ristre. El impacto fue desastroso. La punta de la lanza se enganchó en uno de los engranajes, y antes de que Don Quijote pudiera reaccionar, la máquina lo lanzó por los aires. El caballero aterrizó de espaldas en el suelo, con el casco torcido y el orgullo hecho añicos. Sancho se acercó corriendo.
—¿Veis, mi señor? Os lo dije, pero no me quisisteis escuchar.
Don Quijote, aún aturdido, se incorporó con esfuerzo. Miró la máquina, que seguÃa trabajando con indiferencia, y frunció el ceño.
—Sancho… este enemigo es más astuto de lo que creÃa. No responde al desafÃo, no busca la batalla. Su poder radica en su frialdad, en su indiferencia hacia la voluntad humana.
Sancho se rascó la cabeza.
—Pues claro, señor. No es un caballero, ni un villano.
El hidalgo no respondió de inmediato. Se sacudió el polvo de la armadura y contempló la máquina con ojos nuevos.
—Si el mundo ha cambiado tanto, Sancho… ¿qué será de los hombres como yo?
Sancho sonrió con ternura.
—Siempre habrá algo que combatir, mi señor. Aunque ya no sean molinos.
Don Quijote guardó silencio y miró el cielo.
—Sancho, dime una cosa… ¿pueden los hombres del pasado soñar con el futuro?
Sancho frunció el ceño.
—¿Cómo decÃs, señor?
—Quiero decir que, asà como nosotros miramos con temor estas máquinas, quizás haya un tiempo en el que los hombres miren hacia atrás y sueñen con lo que fuimos. Sancho soltó una carcajada.
—Señor, si en el futuro alguien sueña con un hidalgo que peleó contra molinos, entonces que sueñen. Y si algún sabio encuentra la forma de hablar con los hombres de otros tiempos, que nos cuenten si todo este progreso les ha traÃdo más felicidad.
Don Quijote asintió.
—Tal vez, Sancho, la ciencia del mañana también necesite de los sueños de ayer.
Y asÃ, con la dignidad restaurada, Don Quijote y Sancho continuaron su camino.
Quizás, en el fondo, la verdadera batalla no era contra la máquina, sino contra el
tiempo mismo.