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Relato finalista ‘Premio del público’ del XIV concurso ‘La Ciencia y tú’

Para no revelar su nombre digamos que se llama Suzanne, así en francés, que le sienta mejor. Vive en las afueras de Tucson, en Arizona, al borde de un desierto donde nunca pasa el tiempo, un desierto tranquilo, amarillo y ocre de saguaros, lagartos y chacales. Es una de las personas más generosas que he conocido. Da, durante horas y horas, clases gratuitas de inglés a los inmigrantes mexicanos. A pesar de tener dos hijos como dos soles ha adoptado un chiquillo mayor, de rizos negros y ojos tristes, como si fuera otro más. Tiene la casa llena de perros y gatos, pero todos con problemas, un perrito es ciego, otro sólo tiene tres patas, un gato tiene ataques nerviosos y duerme en el lavabo, otro ha perdido casi todo el pelo.

Es muy gordita y en vez de caminar parece que navega. Suzanne es como la fruta madura, como el vino de moscatel, como un violonchelo, como una noche fresca de mayo. No tiene apenas estudios y cree todo lo que le cuentan, todo lo que lee, todo lo que brilla con el aroma del misterio alternativo y feliz. Como si el mundo en verdad estuviera sumergido en música de arpas y como si en cualquier momento, de detrás de un cactus fuera a aparecer un duende, un unicornio o un hada con flores en el pelo y las manos llenas de remedios.

Cuando la conozco me dice que es sagitario o piscis, ya no recuerdo, y que como yo soy géminis estamos destinados a entendernos. Y que los acuarios son signo de agua y los capricornios y los leo no se qué. Y si el ascendente de Marte y la casa de Saturno o la cuadratura no sé cuanto. Y algo de conjunciones, oposiciones y alineamientos. Pero su sonrisa me abraza y sus manos al coger las mías son como agua tibia, como música suave.

Es experta en tai-chi. Un día me invita a una terapia en su casa. Unas veinte personas nos sentamos en círculo en el suelo, como apaches obedientes. Apaga las luces, y la sala se llena de música de arco-iris, mariposas, atardeceres y flores. Muy, muy despacio, Susanne pasa por detrás de cada uno y, envueltos en violines y campanas, nos acerca las manos a la cabeza para que fluya la energía vital que nos va a desbloquear los centros en los que se nos ha quedado atascada. Que nos va a limpiar el aura y ponernos en comunión con el Universo.

Está haciendo un curso de terapia bio-energética por internet. Y otro para aprender el idioma del ADN, para saber como hablarle y reparar las mutaciones cancerígenas. El ADN, me dice muy seria, es un lenguaje más y, si se domina, se pueden corregir todas las enfermedades físicas. Las del alma no, pero ésas se tratan con tai-chi. Las del cuerpo necesitan la bioenergía, la ionización, el magnetismo, las fuerzas telúricas y, sobre todo, sobre todo, lo más nuevo, el lenguaje del ADN.

Porque Suzanne tiene cáncer de mamá muy avanzado, con metástasis en todo su generoso cuerpo. Se ha negado a tratarse por la medicina convencional, porque sus infusiones de hierbas del desierto, sus cristales de colores, su tai-chi, su Júpiter con ascendiente en Tauro, sus conversaciones con el ADN y el buen humor que tiene, todo eso, la va a curar.

Al mes de mi regreso a España me entero que sus perros y gatos defectuosos, sus hijos biológicos y el adoptivo, sus alumnos mexicanos, yo, y un poco todo el mundo, nos hemos quedado huérfanos de una madre dulce como la fruta madura, como el vino de moscatel, como un violonchelo, como una noche fresca de mayo.

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